Sábado anterior al tercer
domingo de noviembre:
La
devoción a la Virgen Madre de la Divina Providencia en nuestra Congregación
empezó en 1732, cuando el pueblo romano comenzó a venerar la bonita imagen en la
Iglesia de S. Carlo ai Catinari. El Papa Benedicto XIV, algunos años después,
aprobó su culto litúrgico y la institución de una cofradía. Desde Pío VII a
Juan Pablo II, numerosos Pontífices han querido manifestar personalmente su
devoción. Es sabido, además, que el párroco P. Manini fundó un Instituto
Religioso Femenino dedicado a su nombre, que el P. Semeria puso bajo su
protección la Obra para los huérfanos de la guerra. El amor a María, Madre de
la Divina Providencia, aún en nuestros días, es una característica de la
familia barnabítica, que en todas partes del mundo ha construido templos,
capillas, altares y casas en su honor.
De los
"Escritos" del padre Juan Semeria, Barnabita.
(Mater
Divinæ Providentiæ, noviembre 1922, pp. 372-375)
Madre
de la Divina Providencia
Muchos
hermosos títulos se le dan a la Virgen, en la mayoría de los casos fruto de la
simple y espontánea piedad del pueblo, siguiendo esa teología amorosa que es el
sensus fidei. Estos títulos emanan un calor de cariño, un perfume de franca
bondad. Son poesía, luz, calor, manifiestan una verdad y la expresan
eficazmente: esos títulos encierran toda una teología mariana. Al sólo
repetirlos se renuevan, se fortalecen ideas y afectos.
Nuestro
título nos introduce de lleno en la teología. Madre: es la síntesis de las
grandezas de la "Madonna". Ella es "Madonna" por haber sido
madre. ¡Madre de Jesucristo!, esto lo dice todo. De allí brota la grandeza
humana de María. Una mujer alcanza la plenitud cuando es madre. Madre es el
título más excelso de y para una mujer. Hasta una reina no llega a ser feliz si
no es madre; y una madre tiene en la maternidad el secreto de la alegría y el
orgullo que una reina no conoce. La madre es bendita entre las mujeres, como
María es bendita entre las madres.
Ese
nombre de madre expresa la grandeza divina de María. Más encumbrada que toda
criatura, por ser madre de Jesús, hijo del hombre, hijo de Dios. La grandeza
divina del Hijo se refleja en la madre. Es bendita entre las madres, es bendita
porque el fruto de su vientre se llama Jesús, es Jesucristo.
María
es madre de todos nosotros; madre en Jesús, universal, por eso única. El amor,
la acción, el sacrificio de Jesús recorre el mundo, el tiempo, llega a los
límites de la tierra, alcanza la eternidad. Y donde llega, donde se ensancha la
acción, el amor, la caridad de Cristo, se ensancha el amor de la madre María.
Pero
el título, el canto breve, la rápida, densa poesía continúa: de la divina
Providencia, relacionando a María y, a través de esa relación llevándonos a nosotros
al dogma fundamental no sólo del cristianismo, sino de toda experiencia
religiosa, por muy elemental y pobre que ella sea: el dogma de la Providencia
de Dios. Quien se acerque, quien simplemente quiere acercarse a Dios, dar un
paso, aunque pequeño, pero sí un paso hacia Dios, no basta con que crea en su
existencia, sino que es justo retribuidor de las obras del hombre, próvido en
su sentido más fundamental y alto (cfr Heb 11,6). Cuando se cortan los puentes
entre cielo y tierra, ¿qué importa que exista el cielo, qué nos importa a
nosotros? Es por eso que San Pablo proclama que nuestra vida religiosa no es
suficiente la fría y desnuda idea de un Dios: existe Dios. Es necesaria además,
la cálida, luminosa benéfica idea de un Dios providente, que piensa en
nosotros, que se preocupa de nosotros. El cristianismo, religión cálida, viva,
el cristianismo, plena revelación de Dios, empieza allí, está todo en eso de
alguna manera. Porque, al aceptar la Providencia, la Providencia de Dios, el
resto deriva con una lógica propia, fácil, maravillosa.
Todo
es absurdo, sería absurdo, inconcebible en el cristianismo, al negar u olvidar
este dogma grande de la Providencia. Mientras, al aceptar gozosos este dogma,
todo es fácil. En eso se fundamenta toda nuestra vida práctica, toda. La vida
cristiana es oración; pero no se reza a un Dios orgánicamente sordo y cerrado a
nuestras invocaciones. La vida cristiana es coordinación de toda nuestra acción
a un fin divinamente prefijado y, más simplemente, es obediencia a Dios; eso sí
que sólo se puede obedecer a un Dios que nos mande con amor. La vida cristiana
es viril resignación frente al dolor; pero no se puede aceptar con resignación
el dolor a no ser que venga de las manos de un padre providente y bueno.
Con
su lindo nombre, con su dulce título, María, Madre de la Divina Providencia,
nos guía a este punto central del cristianismo verdadero, sano, santo. Nos
introduce suavemente, asiduamente en ese clima que debemos respirar si queremos
que nuestra alma sea vigorosa, cristianamente fuerte. La Madre nos conduce al
Padre.