Tras el deseo de conducir la humanidad a su plenitud,
Dios movido por un acto de amor libre de cualquier coacción se revela al mundo.
Sin embargo, la omnipotencia de Dios transciende las capacidades cognitivas del
ser humano, por ello el Creador con el afán
de entablar una comunicación fecunda con la humanidad recurre a los signos
sacramentales y elementos existentes en
nuestra realidad, como por ejemplo el agua, para enseñar que la existencia
humana no encuentra su sentido en sí misma, sino en Aquel que le otorgó el don
de la vida.
Existe una dicotomía que gira en torno a la simbología
del agua para muchas culturas; la
misma es símbolo de muerte (caos), sin embargo, es también signo de vida. En el
contexto litúrgico bautismal el agua es figura de vida, purificación, santificación. No obstante, es de suma
importancia resaltar que tales atributos se dan a causa de la acción del
Espíritu Santo en la materia, pues los elementos creacionales no poseen poder
salvífico por su sola fuerza, antes bien, su eficacia está solidificada en la
acción salvífica de Dios en los mismos. En base a lo aludido, es posible
sostener que en la acción epiclética hay un movimiento descendiente – Dios que
colma el hombre con Su gracia – y ascendiente – la respuesta libre del hombre.
En esta sinergia - encuentro entre hombre y Dios – se revela una vez más el
carácter existencial de los sacramento y del culto al Creador; el ser humano en
su totalidad – cuerpo, alma, espíritu - es alentado a responder con su vida al
llamado de Aquel que le dio el don de la vida. El carácter existencial de los
sacramentos y del culto reside en el insistente precepto de que el ser humano
rinde culto al Transcendente con su vida – nuestros actos se hacen dignos de
ser considerados culto a Dios cuando, modelados a la manera del Crucificado
vivo, nos llevan a la búsqueda de una vida santa.
La invocación del Espíritu Santo sobre los signos refleja
un acto de consagración; es cierto que toda la creación es obra de Dios, pero a
partir del gesto epliclético el agua pasa a un nivel de pertenencia “especial”.
La forma y la sustancia de la materia no cambian, pues sigue teniendo los
mismos atributos de antes: moléculas de oxígeno, hidrogeno. Los cambios van más
allá de lo que nuestros sentidos pueden retener. El sacerdote pide al Padre
Celestial que envíe el Espíritu Santo para que a causa de la acción
transformadora del mismo, transforme la materia en signos eficaces de salvación
para la humanidad. Tal súplica se da a través
del acto Trinitario: el sacerdote ruega a Dios Padre que por la gracia
de su Hijo envíe el Espíritu Santo sobre los dones.
Los frutos de los signos conllevan la finalidad de hacer
que el ser humano experimente en Cristo un nuevo nacimiento, llevándolo
gradualmente a la toma de conciencia de su dignidad: ser imagen y semejanza de
su Creador. El ser humano es imagen en el
sentido que Dios se hace presente en él
– es imagen que representa lo “Imaginado”
y su capacidad de amar es una confirmación de ello. Dicho de otra manera,
antagónicamente a las culturas paganas que postulaban que sus dioses habitaban
en las imágenes – estatuas – que ellos construían, el Dios de Jesucristo
demuestra que el ser humano siendo Su representante, es imagen Suya – Él habita
en su pueblo. La humanidad no es igual, no es una deidad omnipotente, no es en
sí misma, sino es semejante a Aquel que
le otorgó la vida y a través de actos virtuosos puede subrayar y reafirmar tal
similitud por medio de un camino paulatino de santificación. Su dignidad reside en el hecho de que, en
cuanto creatura, es creado a imagen y
semejanza de su Artífice y como tal es exhortado a ser administrador de la
creación, es decir ser señor de la misma. El sentido auténtico de este señorío
no está plasmado al estilo de los parámetros
culturales hodiernos – marcado por la opresión, egoísmo, destrucción-, más sí
al estilo de Dios: empapado de cuidado movido por un amor misericordioso.
El contexto litúrgico bautismal está vinculado al
misterio de Cristo y, a causa de ello, es un evento indudablemente trinitario.
La misma Deidad que libertó a los israelitas de la servidumbre de Egipto es el
Padre que posibilita que Su Logos se haga carne, y tras un proceso de
encarnación eficaz, otorgó la posibilidad
de que Él habitara en medio a un pueblo específico, aprendiera en un
seno familiar a expresarse de acuerdo a los parámetros culturales locales, para
que desde una comunidad específica pudiera conducir toda a la humanidad hacia
un proceso gradual de plenificación. Este mismo Logos encarnado, después de
mantener y conducir Su mensaje hasta el extremo, muere en la cruz culminando su donación redentora-universal. Él no deja la
comunidad sola, envía el Espíritu Santo para marcar una nueva forma de
presencia. La “novedosa” presencia neonatológica es marcada por un carácter
sacramental: Cristo ahora se hace presente en la Eucaristía, en la comunidad
congregada, en la Palabra, en el Sacerdote.
Los discípulos, bajo la moción del Espíritu, son llamados a llevar al mundo a
Cristo instruyéndoles y siendo testigos vivos de su mensaje.
Es de suma importancia resaltar que el Dios cristiano que
irrumpe en la historia de la humanidad es uno y trino; son tres personas distintas que poseen una
misma naturaleza, son unidad en el amor. En otros términos, el Padre, el Hijo,
el Espíritu Santo son un solo Dios, pero no son una sola persona. El Padre sin
origen engendra al Hijo fuera del tiempo y espacio, el Hijo recibe todo su ser
y condición filial del Padre - esta relación denota una vida íntima que
presupone la preexistencia del Logos, el Espíritu Santo procediendo de la
Primera y de la Segunda persona trinitaria, es el portador del amor del Padre
con el Hijo[1]. Por lo
tanto, son tres personas distintas en una misma naturaleza que acompañan al
hombre en su recorrido. Las tres Personas Trinitarias siempre actúan
trinitariamente y nunca aisladamente, cada una de las Personas debe recibir la
misma adoración y gloria. Adorar al Dios uno y trino es rendir culto a tres
personas distintas, que son poseedoras de una única naturaleza e igualdad de
dignidad[2].
La misión de dar continuidad a la obra de la alianza
sellada en la cruz conlleva el mandato de Jesús que
vincula anuncio y bautismo Mc 16, 15-16. Por la predicación la comunidad
alimenta su ser como las enseñanzas de vida eterna, por el bautismo el neófito
además de hacerse miembro efectivo de la comunidad, recibe la gracia de ser
hijo de Dios. Tal filiación se da en el sentido que recibiendo el sacramento
adhiere a Dios libremente. El bautismo nos hace hijos de Dios en la medida en
que estamos dispuestos a acogerlo como Padre. La diferencia está en la
disposición personal del hombre, pues éste tiene la posibilidad de aceptar o
rechazar esta gracia, en cambio Dios siempre está dispuesto a concederla a
quien la desee. En este sentido hay una
diferencia colosal en recibir y acoger la gracia. Por el bautismo somos
injertados en el misterio pascual de Cristo, morimos con Él, somos sepultados
con Él y resucitamos con Él (SC 6).
Francisco Cavalcante Junior
Referencia:
CONCILIO
VATICANO II, Sacrosanctum Concilium, San
Pablo, Bogotá 2006.
BIBLIA
DE JERUSALÉN. Nueva edición revisada y aumentada. Desclée de Brower,
1998.
BEINERT,
Wolfgang, Diccionario de teología dogmática, Herder, Barcelona 1990.
Misal Romano, Chile, 2000.